10.8.04

La cuenta, por favor.

Ella lo miraba con dulces ojos de amor. Su hombre, ese varón argentino que conoció gracias a las bondades de un tiempo compartido caribeño, no podía esperar que llegue la orden de Risotto a la Fungi de su novia. Se encontraba ansioso y cansado, pero sobre todo hambriento.

Una milanesa a la napolitana perfecta. Carne rebozada de las pampas, queso humeante sobre salsa pomodoro, jamón ibérico, cinco rodajas de tomate fresco, hierbas y felicidad.
Acompañado por papas a la provenzal y Coca Cola.

Ella se detuvo en sus manos. Esas manos que la arrastraron hacia el Sur, para no dejar que algo tan simple como la distancia se convirtiera en obstáculo para amar.
Y mientras él abarrotaba su boca de alimento, ella olvidó lo que estaba pensando.

Las dudas, inquietas y espontáneas, habían cedido su lugar a una certeza inobjetable. Vivir en Buenos Aires con Facundo era lo correcto. Atrás habían quedado esos recuerdos de Lisboa, la cara de su madre Renata llorando el día que partió hacia su destino. El tiempo había sido testigo de su decisión.
Mientras Facundo no quitaba sus ojos de las crocantes papas y se servía un poco mas del agua mineral de ella, de pronto se dió cuenta. Era el momento exacto. Dejar atrás una vida entera puede ocurrir en un restaurante.

- Mozo! El risotto...
- Ya se lo traigo, señor.

Facundo era un muchacho de pocas palabras. Su sensibilidad le impedía poder decir todo lo que pensaba. Su mente era un misterio. Y ese dejo enigmático de su personalidad, su mayor virtud.
Nunca imaginó que encontraría en Andrea algo que nunca se detuvo a buscar. El amor le había sido esquivo durante toda su vida. La resignación era cotidiana. Quizás encontrar a esta belleza lusa tomando sol en una playa a miles de kilómetros de su propio mundo, había sido un milagro. Se sentía agradecido sin saber a quien darle las gracias, por primera vez en su vida se consideraba afortunado.
Y cuando la última papa frita murió en su boca, bebió de un solo sorbo el resto del agua de Andrea. La miró fijo a los ojos, respiró con nerviosismo, dejó escapar prolijamente un eructito suave, y pensó: acá vamos.

- Andrea...
- Mi amor...

La preciosa mirada de Andrea, esos ojos negros expectantes... un momento de convicción. Para no ceder, clavó su vista en la botella vacía de coca cola y comenzó a hablar.

Las palabras se sucedían una tras otra. Perfectas combinaciones de expresiones ordenadas por el alma. Dulces confesiones que hacían que Andrea no pueda evitar llevar sus manos a su rostro. Un maravilloso recuento de lo vivido, como si fuese fácil recorrer tanta historia en una sola oración. El corazón de Facundo aceleraba el ritmo habitual. Pronto iba a cambiar de dueño.
Por primera vez, tímidamente, levantó la vista. Tomó la pequeña mano de su precioso descubrimiento, la besó con ternura. Sonrió ampliamente y en el aire se escuchó:

- Andrea... ¿te casarías conmigo?


La causalidad es un concepto difícil de comprender. Existen quienes defienden al destino, otros que desafían el orden del universo destruyendo la posibilidad de algo preestablecido. ¿Un simple detalle puede cambiar el curso de dos vidas?
¿Se puede depender de uno mismo?
Son preguntas sin respuestas, que nos llevan a la reflexión. Al cambio.

¿Qué hubiese contestado Andrea si no hubiese visto ese terrible pedazo de ajo y perejil incrustado entre los dos dientes frontales de Facundo mientras le pedía matrimonio?


Misterios del amor...