22.4.09

La hermandad de las baldosas

Una baldosa, dos baldosas, un millón de baldosas. Mientras camino y sin alzar la vista, sólo veo baldosas. Pequeños cuadrados y rectángulos de piedra y concreto que me han servido de sendero.
¿Cuántas baldosas he pisado ya en mi vida? ¿De cuántas me acuerdo?
Sé que las he visto de barrio, felices de permanecer firmes y cuidadas frente a sus casas para siempre en un mismo lugar.
También he pisado esas baldosas traicioneras que te escupen el pie al accionar la trampa mortal del agua de lluvia sucia y atrapada. Esas son las baldosas mal paridas, resentidas de nunca encajar.
He transitado por miles de baldosas lisas, esas que jamás muestran evidencias de haber sido pisadas. Demuestran orgullo y poder, porque son las baldosas inmaculadas.
Conozco baldosas tristes, que han quedado solas en un rincón abandonado lleno de pasto y tierra, recordando a todas las baldosas perdidas y anhelando mejores tiempos.
Y también las hay veredas perfectas, llenas de baldosas organizadas simétricamente cumpliendo sin falta el orden que nos permite realizar nuestras pisadas, sin ninguna otra preocupación que llegar a destino sin tropezar.
Raro destino el ser baldosa. Parte de un todo donde cada pieza es una función y nada más. La misión, el objetivo, si se quedan en su lugar, estarán cumplidos.
Pero a veces, muy de vez en cuando, luego de mucho caminar, vemos una vereda que tiene todas sus baldosas menos una. Y su lugar queda allí intocable durante nuestra vida entera y las que vendrán, porque su recuerdo no se borra rellenando el espacio vacío con cualquier otra cosa. Son las baldosas valientes, las que dejan una huella.

Hay veces que pienso que esas baldosas ya no se hacen más.